domingo, 25 de octubre de 2009

Lance

Poemas a Hermeto. Que recuperen la ternura de Piazzolla cantando una tristeza a su abuelo. La lozanía de Björk en su Hyperballad, donde todo se vuelve más que de la música un problema del lenguaje. Poemas a Crimson, menores, porque sus integrantes no conocieron el Alma, ofuscados en el lujo de los lentes oscuros; pero sí sus frases, sus sentidos. El rey carmesí no tiene miedo pero tampoco esperanza: Exactamente un Pantocrátor. Poemas que conviertan a otros artistas en personajes poéticos, como una afirmación: su intensidad vive y merece vivir. Que las églogas no dejen de ser nuestras en su delicioso vuelo —y dejen para siempre la casa del Principito Yo Te Cuido tus Charales, Mijo, Vete A Dar Una Vuelta Y Ándate Tranquilo, Al Cabo Que Sé Cuidarte Porque Soy El Ejército.
El poema tiene que ser la alegoría magnificante de un ánimo interior enorme, interior, combustible, violento. Porque las dimensiones de la apatía y el enemigo reclaman una oposición furiosa que no puede andarse entre las plumas del pato arcangélico. En los suelos. Las orinas. Que necesita vómito y semen en una sopa candente que sea sólo el ojo del monstruo más descomunal, bluesístico y tierno que jamás se haya transpirado.
El poema tiene que ser otra canción del tamaño de Keroac, de la sonrisa lenta de un bandoneón, del solo de Creedence en Susie Q. Otra vez a cantarle canciones al siglo, con, sin embargo, un nuevo entusiasmo, una nueva bengala, torreta para perforar canallas. Que otras bestias brinquen y despedazen los mismos parajes ya conocidos.

El corazón es un ámbito donde se puede morir.
El corazón es el sentido último de todos los barcos y acordeones, y es el primer tendón arrojándose al descubrimiento...
El corazón es una playa para pasar la infancia.
El poema es la arteria más grande del corazón.

El siglo xxi no se salvará jamás. Todas las pesadillas llegan a él como cobras multitudinarias y familiares. Vivimos en el infierno que olisquearon, tímidos, los pasajeros del primer barco de vapor. Vivimos en los dientes de Moloch.

No se salvará jamás. Así que hay que darle laguna, algún éxtasis, flautín. Hay que llenarlo, pero esta vez para que descanse, sin maneras de caucho hiper envidiable, sin atributos contaminantes. Hacer la reflexión, pero sobre todo relámpagos eyaculados por panderistas y jaraneros. A la esquizofrenia hay que devolverle églogas esquizoides, poesía bucólica con vacas-tanque y koalas bombarderos, con cuadros sin cabeza, calavéricos, y trompetas fermentadas haciendo el acento de una generación. Hasta la puta verga nos largamos.
Por, sin embargo,
era obvio,
la Belleza.

¿No?

Al poema hay que quererlo, ¿verdad?

Si es que a él vamos a confiar nuestra temperatura, aceleración y alces abruptos que quieren, en última instancia, que es siempre el principio, la fecundación de la granada.

Ser imaginantes es una responsabilidad. La Alondra Capital.
Una relevancia.

A la lava no se la maneja con piruetas chimuelas.


¿Quién llora en el traspatio de las canciones de Hermeto Pascoal?

Una hembra brama en el umbral del Dharma

No hay que ser extravagantes sin un propósito cómico social.

No hay que invocar al pájaro, al conejo de luz, a la astilla canora, sin un propósito eminentemente social.

Hay que repartir imágenes que crean que la galaxia es un solo corazón, una galleta, ladrando su afriebamiento por girar en la inmensidad, con la inmensidad adentro.

Hay que liberar al león acariciante en la plaza pública y luego soltarse a jugar, como que el brinco y helicópteros de azúcar son importancias.

Hay que llorar con delicia estilística dejando nuestras lágrimas en múltiples abejas específicas, para que nuestra tristeza alcance los pezones de las últimas cúpulas, un país silencioso, o brumoso, y natural.

Hay que liberar el helicpótero de nieve, de algodón, de carne, en la plaza pública, y rebosar su tanque con una gasolina de aplausos.

Hay que encarnar, en prosodias que recuerden lo azuloso de un ombligo, la lucidez de la imaginación:

Un tambor es la barriga de Neptuno, y Mario Santiago se parece, desde la torre de Tepito, a Walt Whitman,
y Whitman al océano a donde todos iremos a parar de boca, con el pecho florido, las manos en su carne y el infinito en ciernes.

Hay que acariciar a una mujer como a ninguna otra,
desear acostarse con todas,
sacerdotisas eminentemente vaginales,
trampolines de lo etéreo,
hechas de éter,
colores pirados de agua hacia la Cosquilla Lúcida Suprema,
y besar
sin vergüenzas
vetustas,
inventadas en el siglo Equis de un Macroconvento,
a todos los amigos.

Hay que contar con un hermano para cada día del año, y luego perder el calendario con mal gusto, y visitarlos al arbitrio y llenos de ruido.

El ruido es, claro, una calidez.

Cálido es el océano a donde vamos todos a parar de boca.