sábado, 20 de febrero de 2010

Declaratoria

Yo sólo quiero úlceras y mermeladas para las escrituras de la tierra.

Los verbos sin llagas me la pelan.

Ruido de vida.
Mi río me ruge en el estómago.

Corazones solares que vomiten.

Millones de soles que empapan.

Semen y vulvas navegantes para el uni/verso.

Oy nomás, y échale k-paz

Parece una verdad sencilla decir que escribir no es un exquisito problema sencillo: es tan sólo, a secas, un exquisito problema. Pero nada de facilidades. Que la genialidad no es un asunto simple que se despacha y queda hecho, por imitación, por la necesidad de ser especial, magnífica, ininterrumpidamente listo, es, eso sí, fácilmente visto. La genialidad es un achaque que dura toda la vida hasta el inicio de la muerte, que la sofoca. Y mientras dura tiene la capacidad de sólo desaparecer o sólo decirle sus verdades al siglo, con la violencia de un adolescente, o sólo caminar como una plenitud, como quien siente —cabeza de flamboyán— la vida absoluta, dentada, furiosa, enteramente atravesándolo; la vida verde, tan mística como el cerebro del universo, mordiendo, defecando, fecundando adentro suyo, inundándolo como el sangrado coagulante, constante, detonante que toda vida verdadera, respirante es.

Pero entonces, pese a todo (y éste debe ser un inmenso sin-em-bar-go:) si tan ruidoso problema yace tan cercano a los arbustos, a los músicos, a los chimuelos danzantes, ¿por qué no todos nosotros, honesta, limpia, brutalmente, pudiéramos ser del todo geniales? ¿O serás tú, usted, quien defienda la idea de separar a los hombres del mar, del cielo, de la oportunidad de bailar sobre sus pulmones o callarse con la mejor de las sabidurías a punto de ser y ponerse a tocar? ¿Quién sugiere que se niegue a la vida la oportunidad de desnudarse chapados al sexo, de sudar con apetitos lunares y una cebolla en el bolsillo? ¿Quién es incapaz de mirar en una prostituta a una mujer, en una personita a una canción, en los dientes salidos de la gente la matraca de la vida, del planeta y de las vidas?
Yo otorgo a todos, en estas palabras de mi atrevimiento de desorden, el derecho a la genialidad.
El que no quiera comerse un delfín, y prefiera cuidar la recepción de la antena de su casa, que aquí pare —se le pegue la lengua al paladar, y estrelle a sus hijos contra la roca.
Que pare y desaparezca, por no querer parir.
Todo lo demás es estallido.

Pero eso sí: quien no persigue ser equidistante a todos los puntos del universo: centro y lirio, incendio y voz de todos los profetas; circunferencia y accidente y calabaza y nada, y bello aire al mismo tiempo, atolondrado espadachín emocional, sin espada y puro esparadrapo ridiculizante, o pura boca con liendres, envuelta en gitanos y tamales, miedo y palabras brutas como estalactita, y se pregunte cada día de cien millones de maneras distintas quién es dios, no merece arrojarse al pasional intento de atreverse a escribir.