domingo, 25 de octubre de 2009

Una hembra brama en el umbral del Dharma

No hay que ser extravagantes sin un propósito cómico social.

No hay que invocar al pájaro, al conejo de luz, a la astilla canora, sin un propósito eminentemente social.

Hay que repartir imágenes que crean que la galaxia es un solo corazón, una galleta, ladrando su afriebamiento por girar en la inmensidad, con la inmensidad adentro.

Hay que liberar al león acariciante en la plaza pública y luego soltarse a jugar, como que el brinco y helicópteros de azúcar son importancias.

Hay que llorar con delicia estilística dejando nuestras lágrimas en múltiples abejas específicas, para que nuestra tristeza alcance los pezones de las últimas cúpulas, un país silencioso, o brumoso, y natural.

Hay que liberar el helicpótero de nieve, de algodón, de carne, en la plaza pública, y rebosar su tanque con una gasolina de aplausos.

Hay que encarnar, en prosodias que recuerden lo azuloso de un ombligo, la lucidez de la imaginación:

Un tambor es la barriga de Neptuno, y Mario Santiago se parece, desde la torre de Tepito, a Walt Whitman,
y Whitman al océano a donde todos iremos a parar de boca, con el pecho florido, las manos en su carne y el infinito en ciernes.

Hay que acariciar a una mujer como a ninguna otra,
desear acostarse con todas,
sacerdotisas eminentemente vaginales,
trampolines de lo etéreo,
hechas de éter,
colores pirados de agua hacia la Cosquilla Lúcida Suprema,
y besar
sin vergüenzas
vetustas,
inventadas en el siglo Equis de un Macroconvento,
a todos los amigos.

Hay que contar con un hermano para cada día del año, y luego perder el calendario con mal gusto, y visitarlos al arbitrio y llenos de ruido.

El ruido es, claro, una calidez.

Cálido es el océano a donde vamos todos a parar de boca.

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